Ander Goyoaga / Bilbao. A comienzos del siglo XX un vasco podía cruzar Estados Unidos de costa a costa sin abandonar las redes de apoyo que los inmigrantes vascos comenzaron a tejer desde mediados del XIX. Si desembarcaba en Nueva York, la referencia era el Hotel Santa Lucía, de Valentín Agirre. A partir de ahí, lo habitual era emprender un largo viaje en tren a lo largo del cual podía recurrir a una sorprendente red de boarding houses o Basque hotels que alcanzaba su mayor densidad en los estados del far west norteamericano.
Durante los años de la pandemia los vestigios más evidentes de 150 años de inmigración a Estados Unidos parecieron difuminarse. En noviembre de 2021 el frontón Dania Jai Alai de Florida celebraba el último partido protagonizado por un cuadro profesional de pelotaris de cesta punta, en este caso, conformado por hasta 28 deportistas que tuvieron que rehacer sus vidas. Nueve meses después, fallecía en Chino (California) Michael Bordagaray, el último bordante vasco que residía a la antigua usanza en uno de los muchos Basque hotels que desde la segunda mitad del siglo XIX abrieron inmigrantes vascos.
Este invierno, sin embargo, la cesta punta profesional, que en los últimos años ha renacido en el País Vasco, volvía Florida. En el registro oficial de euskal etxeas (casas vascas) lucen todavía hasta 37 centros vascos de costa a costa. Y en los próximos días la comunidad vascoamericana celebrará su gran fiesta, el Jaialdi de Boise (Idaho), el festejo quinquenal que reúne a los herederos de una América de frontones e ikastolas, de buscadores de oro, pastores, hoteleros, pelotaris, exiliados y bordantes.
Este año, entre los días 29 de julio y 3 de agosto, el Jaialdi de Boise albergará seis días de fiestas con un programa que concentra folklore vasco, exhibiciones de deporte rural o conciertos de artistas llegados desde el otro lado del Atlántico. Más allá del programa, no obstante, lo excepcional de la cita es el carácter cohesionador que tiene para una comunidad particular como es la vascoamericana.
“Se trata de festejos con un componente de reafirmación. En realidad, la diáspora vasca viene celebrando fiestas o jaialdis desde el siglo XIX en Argentina, Chile, Uruguay o incluso Brasil. En 1882, por ejemplo, tuvo lugar en Buenos Aires una celebración especialmente multitudinaria. El Jaialdi de Boise tiene de particular ese carácter quinquenal y la referencialidad y visibilidad que alcanza. Ocurre como con los Sanfermines, hay muchas fiestas, pero ninguna es tan visible. En el caso del Jaialdi, además, podemos decir que es una fiesta muy especial”, explica Xabier Irujo, director del Centro de Estudios Vascos de la Universidad de Nevada, en Reno, y catedrático de estudios de genocidio.
Boise, la capital del Estado de Idaho, es también la capital de la inmigración vasca en Estados Unidos. Una ciudad de 240.000 habitantes situada a los pies de las Montañas Rocosas que durante 16 años, hasta 2020, tuvo un alcalde vascohablante, acoge a unos 20.000 habitantes de origen vasco y cuenta con una escuela vasca o un pequeño barrio vasco (el Basque Block).
El mapa de los centros vascos que aún perviven en Estados Unidos, sin embargo, ofrece una fotografía mucho más amplia: 12 se encuentran en el Estado de California, 7 en Idaho, 5 en Nevada, 2 en el Estado de Wahington, 2 en Wyoming, 2 en Oregón y 2 en Nueva York, mientras que Virginia, Colorado, Florida, Nuevo México y Utah suman cada Estado un centro vasco.
“La primera inmigración se remonta a la segunda mitad del siglo XIX. Entonces, se solapan la inmigración vinculada a las consecuencias de la Segunda Guerra Carlista y la pérdida de los fueros y, en segundo lugar, la fiebre del oro. Unos pocos se van a dedicar a buscar oro, mientras que la mayoría se van a emplear en nutrir de provisiones a esos buscadores de oro”, explica Irujo.
Desde finales del XIX la inmigración de pastores vascos al far west americano se convirtió en un todo un fenómeno demográfico que “vaciaba” algunos valles vascos y suscitaba críticas feroces hacía los enganchadores, los facilitadores y, en muchos casos, instigadores de unos procesos migratorios que a la postre resultaban mucho más duros de lo que prometían.
“La mayoría de los pastores llegan de los valles del norte de Navarra, de las zonas de Bidasoa o Baztan, de la Baja Navarra, al otro lado de los Pirineos, o de Bizkaia, de localidades como Lekeitio o Gernika. Llegan a un territorio totalmente nuevo para ellos y en la mayoría de los casos sólo saben hablar euskera. Al contrario que en el Uruguay o Argentina, no hay una presencia vasca previa importante, y es ahí donde surgen los hoteles vascos. Se convierten en centros de referencia para aquellos jóvenes, que con el paso de las décadas llegan a ser varios miles”, añade Irujo.
De la propia inmigración vasca surgen las boarding houses. Y de aquellos hospedajes, la llegada a Estados Unidos de la pelota vasca. En la medida en que los hoteles se convierten en centros de referencia para la comunidad vascoamericana, comienzan a proliferar pequeños frontones anexos a los hospedajes.
En el año 1900, la pelota vasca se convierte en deporte olímpico en los Juegos de París (en esta modalidad consiguió España la primera medalla de oro de su historia), algo que supone un acicate para la expansión de este deporte. Un año después se juega en el Eder Jai de San Francisco el primer partido del que haya constancia en la prensa estadounidense. Y en 1904, con motivo de la Exposición Universal de Saint Louis (Missouri), se construye el primer frontón de grandes dimensiones.
A partir de los años 60 y 70 llega el boom de la cesta punta, que lleva nuevas hornadas de vascos, aunque mucho menos numerosas.
Para entonces, la llegada de pastores vascos ya había entrado en declive y las boarding houses se habían empezado a transformar en restaurantes especializados en comida vasca o, directamente, en centros vascos de referencia para aquellos inmigrantes que hicieron su proyecto de vida en Estados Unidos. De ofrecer clases de inglés para inmigrantes recién llegados a Estados Unidos se pasa a ofertar clases de euskera para vascoamericanos de segunda o tercera generación.
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La presencia vasca, no obstante, había dejado ya su impronta en la gastronomía vascoamericana, “la comida regional más auténtica del oeste americano”, en opinión de H. D. Miller, profesor de Historia en la Universidad de Lipscomb, en Nashville, y crítico gastronómico. Y hasta en los bosques del far west: científicos de lals Universidades de Boise y Nevada han documentado hasta 25.000 arborglifos tallados por los pastores vascos con dibujos o inscripciones en euskera, español o francés. Era una consecuencia más de un oficio extremadamente duro que les obligaba a permanecer solos durante meses, pastoreando rebaños de un millar de ovejas.
Cuando bajaban de la montaña, los centros regentados por vascos eran su lugar de referencia. Y las fiestas de la comunidad vascoamericana su vía de escape. El Jaialdi de Boise será para algunos de ellos y para muchos de sus descencientes la gran cita. También lo será para una parte de los 8.000 vascos que en los últimos años han emigrado a Estados Unidos.
Se trata, en muchos casos, de profesionales cualificados que disfrutan de condiciones sociolaborales infinitamente mejores que las de los pastores del siglo pasado y que disfrutan del legado de los centros vascos desde una perspectiva eminentemente lúdica.