Se presenta en Chascomús el libro Ojos para mis cuentos, que incluye el relato emocionado de una historia vasca
27/08/2005
El escritor Héctor Ricardo Olivera (foto El Fuerte)
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Ante una extraordinaria audiencia de más de dos centenares de personas, el pasado domingo se presentó en Chascomús, en la argentina provincia de Buenos Aires, el libro Ojos para mis cuentos, una colección de relatos obra de Héctor Ricardo Olivera. Una de las narraciones, El vuelo del barrilete, cuenta 'una hermosa historia del Pueblo Vasco, su historia e idiosincrasia', según nos señala desde Chascomús la activa argentino-baztanesa Candelaria Otondo. Reproducimos a continuación la narración, escrita desde la particular sensibilidad de un autor ciego, al que acompañaron en la presentación buen número de familiares, hijos, nietos y amigos.Además del propio autor, intervinieron en la presentación del libro, en el Salón de los Espejos de la Municipalidad, la Directora de Cultura, Gabriela Grisendi, y los actores Ricardo Hails, Miguel Alfonsín y Cristina Dramiscino, quienes leyeron tres de los relatos del libro bajo los acordes de la guitarra del maestro Canosa. En sus palabras, Héctor Olivera reconoció a quienes le han apoyado y han hecho posible que Ojos para mis cuentos sea una realidad, especialmente a su familia, su 'verdadero motor', según señaló.
Olivera tuvo asimismo unas palabras para la gran labor que desarrolla la entidad Tiflos hacia los invidentes en su proceso de capacitación y acompañamiento. 'Este libro lo escribió un ciego, el prólogo lo firma una no-vidente, Marcelina Rizzo, y lo compaginó, desde su silla de ruedas Carlos Serena; esto quiere decir que se puede', afirmó visiblemente emocionado ante la gran concurrencia, en palabras que recoge la publicación local El Fuerte.
Relato vasco del libro
El vuelo del barrilete (barrilete = cometa) lleva por título el siguiente relato, uno de los cuentos que Héctor Ricardo Olivera ha escrito e incluido en la obra:
EL VUELO DEL BARRILETE
Unos autos y el resto de los vecinos iban en fila y a paso lento camino del
cementerio.
Como cada vez, los habitantes del pueblito acompañaban al muerto a su
descanso final, atrás del monte de eucaliptos y a corta distancia del
caserío.
Siempre era igual, y esta vez parecía ser más igual que nunca.
El muerto era don Aitor Biotzandi, viejo habitante amigo de todos, conocido
y respetado por todos.
Esas cualidades, más las especiales circunstancias de su muerte, daban
fundamento al profundo sentimiento de dolor que espesaba el aire.
El viejo Aitor era vasco, absolutamente vasco, de pies a cabeza.
El 26 de abril de1937, cuando la Legión Cóndor de la aviación alemana
ensució el cielo de Guernica, su pueblo natal en el País Vasco, y derramó la
lluvia de fuego y muerte que barrió la villa, Aitor tenía 14 años.
La tragedia personal de ser el único miembro de la familia que salvó su
vida, más la imagen devastadora que pudo observar desde el monte Chorroburu
en el que lo encontró de casualidad la expedición aérea, marcaron su
existencia para siempre.
Junto a otros muchachos huérfanos y algunos sobrevivientes mayores había
encarado, casi sin proponérselo, llegar a alguna parte donde vivir en paz,
hacer su vida y alejarse, aunque nunca del todo, del horror de la guerra.
Así vino a la Argentina, lejana y desconocida, y aquí echó raíces que se
aferraron al suelo regadas por la fuerza de su trabajo, su conducta y sus
sentimientos.
Ya viudo había aceptado, a regañadientes, sumarse a la casa de su única
hija, Maitena, casada con Ramón, un joven trabajador rural.
Sus días transcurrían con la tranquilidad contagiosa del pueblito de campo,
lejos del ruido y la velocidad de las grandes ciudades y cerca, si se
quiere, de la paz que nunca olvidó de las colinas chatas que rodeaban a su
Guernica natal.
El cuarto habitante de la casa era Ignacio, el nieto al que todos llamaban
Nacho.
En realidad no todos, porque para el abuelo Aitor Ignacio era Iñaki.
El abuelo era un furioso lector de cuanto texto llegara a sus manos.
Pero como la distancia del poblado con los grandes centros y la estrechez
económica hacían difícil el acceso a nuevos materiales de lectura, su tiempo
transcurría en la relectura entusiasmada de los libros de historia que
atesoraba desde siempre referidos a la Guerra Civil Española, sus causas y
desarrollo y, sobre todo, el acontecimiento bélico que lo había tenido por
testigo directo esa tarde de lunes de abril del 37, cuyo recuerdo le
estrujaba el alma y le calentaba la sangre.
La relación del nieto con el aitona, como él prefería que lo llamara en
lugar de abuelo, para escuchar vocablos de su lengua que pronunciados por el
niño le sonaban como música no podía ser mejor.
Debajo de la sombra de un añoso roble en el fondo de la casa, lugar
predilecto del viejo, solían mantener largos conciliábulos que mezclaban la
memoria del abuelo con la imaginación del nieto, fórmula maravillosa para
acompañar el crecimiento de uno con la nostalgia del otro.
--¿Eran muchos aviones, aitona?
--Muchísimos, y pasaban tan cerca de mí cuando venían en picada que podía ver
hasta la cara del piloto. Con las primeras explosiones las casas se perdieron en una nube de polvo
solo iluminada después por cantidad de lenguas de fuego.
--Si era en España, ¿qué hacían ahí los aviones alemanes?
--Franco se asoció con Hitler para matarnos. Murieron muchos, pero no
pudieron con todos. Nunca podrán, como no pudieron con el roble...
Es claro que el bombardeo de Guernica no era el único tema de conversación
del viejo y el nieto, pero tantas veces como podía el abuelo lo incorporaba
con la firme intención de despertar en el espíritu del chico, no obstante su
corta edad, el sentido de la libertad y la razón de luchar por ella tantas
veces como hiciera falta.
Así es que cada tanto también aparecía la ajada copia de la obra de Picasso,
que don Aitor guardaba como un tesoro entre uno de sus libros y desplegaba
con sumo cuidado para que no fuera a cortarse en las líneas que marcaban los
pliegues.
Los dos iban a pescar al puentecito de madera sobre el arroyo cercano, sin
suerte pero con entusiasmo, pese a la chanza de mamá que siempre decía
esperarlos a la vuelta con la sartén lista para la fritanga.
El fútbol era otro tema de interés, y el abuelo se había encargado de
transmitir a Iñaki su pasión por Racing, cuya camiseta celeste y blanca
descolorida por los revolcones en la canchita de la plaza el niño lucía con
orgullo.
--¿Sabés hacer barriletes, aitona?
--Sí, como no. Y vamos a hacer uno que será el más lindo de todos, contestó el abuelo entusiasmado.
Juntos fueron al cañaveral de un vecino a elegir las mejores cañas, bien
secas y rectas, y de la flaca jubilación de don Aitor salieron las monedas
para que Iñaki comprara el papel y el rollo de hilo.
--Dile al librero que el hilo no sea demasiado fino y elige dos hojas de
papel rojo, una verde y una blanca.
--Parecen lindos colores, aitona. Se va a ver muy bien en el celeste del
cielo.
--Son los colores más lindos, Iñaki. Ya verás...
al final de la tarde, la obra estaba concluida.
El barrilete cubría casi la mitad de la mesa y lucía a pleno para entusiasmo
del chico y emoción del viejo.
--Es la ikurriña de Euskadi _ dijo don Aitor con un tono solemne.
--¿La qué, aitona?
--La bandera del País Vasco, Iñaki. Mi bandera, y un poco la tuya también.
El abuelo aprovechó para enseñarle que el rojo del fondo representa al
pueblo vasco, las franjas verdes en diagonal son la Ley, que por ello deben
estar por encima del pueblo y las franjas blancas en cruz representan a
Cristo y la pureza de la raza, que están por encima del pueblo y de la ley.
Al otro día fueron hasta un baldío cercano y una brisa sostenida remontó el
barrilete sin problemas.
El viejo no pudo contener la emoción que súbitamente le invadió el alma.
Se quitó su infaltable boina, la txapela para él, la posó fuerte sobre su
pecho con la mano derecha y se irguió firme a manera de homenaje.
Rápidamente volvió a la escena familiar de un abuelo enseñándole a su nieto
las técnicas elementales para remontar un barrilete, que el pequeño aprendió
enseguida, con esa facilidad inagotable que tienen los chicos para absorber
cosas nuevas con la voracidad de una esponja.
Desde entonces fueron muchas las veces que don Aitor disfrutaba del paisaje
adornado por su bandera allá arriba, mientras mateaba tranquilo a la sombra
de su roble.
Ese domingo era un día de sol, con una brisa firme que movía acompasadamente
los primeros dorados de abril.
Iñaki salió con su barrilete para el lado del arroyo a eso de las 10.
Ya al mediodía, todos se extrañaban por su tardanza.
--Se habrá entretenido con algunos amigos, comentó don Aitor tratando de
distender. Pero el transcurso del tiempo generó preocupación primero y alarma después.
Es que nunca el pequeño había actuado así, y sólo algún acontecimiento muy
extraño podría haberlo demorado.
Mamá Maitena y papá Ramón salieron por el barrio pero nada encontraron ante
las consultas hechas a los vecinos.
Una hora más tarde, todo el pueblo se movilizó con la solidaridad propia de
las pequeñas comunidades, y así fue que grupos de a caballo, de a pie y en
las escasas chatas viejas se dispersaron en todas direcciones en busca de
Nacho.
El abuelo Aitor contempló la movilización con un gesto de serena actitud.
Como ajeno a la histeria colectiva, calentó el agua y se sentó en su
deshilachada silla de paja a la sombra del roble a tomar unos mates, tarea
que solo interrumpió cada tanto para dibujar unas líneas sobre el piso de
tierra con la rama de duraznillo que siempre llevaba en su mano a modo de
bastón como un testimonio de su origen montañés.
La noticia de que un grupo había encontrado la maderita con unos cuantos
metros del hilo del barrilete cerca del arroyo tensó la situación al límite
y concentró la búsqueda en ese sector, particularmente irregular por el
encharcamiento, los juncos y algunas pequeñas barrancas.
Don Aitor escuchó el conocido sonido del portón de rejas del frente, alzó
apenas la mirada y casi con indiferencia vio entrar a Iñaki, con su
barrilete bajo el brazo.
Iñaki, con la misma naturalidad cómplice, caminó derecho al roble.
--Fue impresionante, aitona. Peor de lo que me habías contado.
--¿Te parece, Iñaki?. Cuéntame todo lo que viste.
--Trepé hasta el barrilete por el hilo y súbitamente me encontré alto, muy
alto, viendo cómo los aviones alemanes bombardeaban tu pueblo. Pasaban en
tandas de a diez o doce. Los primeros dejaban caer enormes bombas que
perforaban los techos de las casas. Luego vinieron otros que tiraban manojos
de pequeñas bombas plateadas que antes de llegar lanzaban cataratas de fuego
que entraban por los agujeros hechos antes en techos y paredes. En un
instante todo fue un infierno.
El calor me quemaba la cara, no obstante estar mucho más alto que los
aviones.
--Todavía falta, agregó el abuelo como en un susurro.
--Sí, aitona. Los últimos en pasar en picada fueron los que ametrallaban a
la gente que corría para cualquier lado presa de la desesperación. Mataban
como si estuvieran jugando. Cuando pareció que ya se habían cansado de
provocar tanto daño, se fueron con gesto de satisfechos.
--¿Pudiste ver el Puente de Rentería?, preguntó el abuelo.
--Sí, aitona. El puentecito de madera quedó intacto en medio del desastre. Y
el roble, como vos me dijiste, aguantó a pie firme, porque es el símbolo de
la resistencia del pueblo vasco.
Iñaki se tomó un respiro y siguió con el relato.
--El barrilete me llevó luego a un edificio que parecía antiguo, pero con
tres modernas torres transparentes por la que subían y bajaban los
ascensores.
--No lo conozco, Iñaki. ¿Qué es?
--El nombre del edificio está en el frente. Es el Museo Nacional Centro de
Arte Reina Sofía, aitona, respondió el pequeño con aire de suficiencia.
--Entonces estabas en Madrid. ¿ Había mucha gente, preguntó el abuelo.
--Muchísima, sobre todo en el segundo piso, adonde me llevó el barrilete.
Entramos por una ventana y ahí vi el Guernica, la pintura que vos me
mostraste tantas veces. ¡Es inmenso, aitona!. Cubre casi toda una pared.
La gente se empujaba para mirarlo. Había un grupo de jóvenes que tomaba
apuntes de lo que le decía una señora, que debía ser profesora.
Muchos de los visitantes hablaban idiomas que yo no entiendo. Serían
ingleses, alemanes o qué se yo. También había un grupo grande de
japoneses...
--Cuéntame qué sentiste, inquirió el viejo intuyendo la respuesta pero
ansioso de escucharla de boca de su nieto, tanto como para cerciorarse que
su prédica no había sido en vano.
--Volví a ver el horror de la matanza, contestó Iñaki. Fue como si
volviera a escuchar el rugir de los aviones, las explosiones y el fuego allá
abajo, los gritos de dolor de la gente. <
--Eso es lo que quiso mostrar Picasso, murmuró don Aitor angustiado por el
recuerdo. <
--El caballo lanceado con los ojos de espanto, la casa en llamas, la mujer
con el hijo muerto en brazos, la paloma, la furia del toro, el soldado
mutilado y esa mano, describió Iñaki como recordando una pesadilla.
--Es la mano que tiene una madera quebrada, agregó el abuelo.
--Sí, aitona, pero también tiene una flor que está intacta, seguramente
porque las guerras no pueden matar a todas las flores como tampoco pueden
matar a todos los hombres ni a todas las ideas, completó el niño con voz
ahora más firme.
--¿La gente te vio?, preguntó el abuelo.
--No aitona. Yo estaba sobre el barrilete por encima de sus cabezas pero
nadie me veía.
Aunque sí, una chica más o menos de mi edad fue la única que me vio. Estaba
delante del cuadro con un hombre grande como vos que la tenía de la mano. El
señor sería su abuelo, se había quitado la txapela y vestía una campera
igual a la tuya.
--Una txamarra, aclaró don Aitor.
--¿Cómo te diste cuenta que la chica te vio?
--Porque cuando ya me iba por la misma ventana por la que había entrado,
respondió el gesto de saludo que le hice con la mano. Ahí vi que su abuelo
estaba llorando. Vos también estás llorando, aitona. ¿Te pasa algo?
El murmullo de la gente y el ruido del portón le evitaron al abuelo el
difícil momento de encontrar una respuesta a la pregunta de su nieto.
Los vecinos, con Maitena y Ramón al frente, colmaron el patio en medio de la
sorpresa y la emoción contenida.
Algo los mantuvo quietos, frente a la figura del nieto y el abuelo, en un
clima de tensa felicidad e incierto augurio.
Fue entonces que don Aitor se levantó de su silla con un movimiento lento
pero firme, acarició la cabeza de Iñaki, alzó la mirada y gritó fuerte: ¡Asesinos, asesinos ! ¡Gora Euskadi askatuta!(viva la Patria Vasca libre).
Hizo dos pasos al frente, alzó su puño izquierdo en un gesto que permitió
mostrar un brazo aún fuerte y surcado por venas caudalosas, cargó sus
pulmones hasta donde pudo y gritó con toda su alma: ¡¡Viva la Libertad!.
Como empujado por su propio puño, el abuelo cayó hacia atrás. Cuando su
espalda tocó el suelo, su corazón ya había estallado.
Iñaki, con absoluta calma, colocó el barrilete sobre el pecho del aitona con
la misma solemnidad con que la bandera cubre el ataúd de un soldado muerto
en batalla, levantó la boina negra del piso, la apretó contra su pecho con
su mano derecha y alzando su puño izquierdo, gritó con la fuerza de un
juramento: ¡¡Viva la Libertad !