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Es rosarino, vivió diez años en San Sebastián y se trajo los secretos de la cocina vasca (La Capital-en)

2025/05/26

A Andrés Filippini le gusta que lo llamen cocinero y lleva con orgullo su chaqueta. ¿Quién es este rosarino que trajo platos del norte de España y los recrea con tanta calidad?

Lotura: La Capital

María Laura Neffen. Quien estuvo en la perla del norte no lo podrá olvidar. Esos olores, sabores, colores, esos matices en cada plato, en cada pintxo. La cocina del norte de España tiene ese no sé qué y quien se adentra en ese mundillo es posible que no quiera salir. Algo de eso le pasó al rosarino Andrés Filippini quien, tras un viaje a San Sebastián a fines de los 90, marcó su destino a fuego: ser cocinero especializado en la cocina vasca. De esta forma, y tras diez años de formación en San Sebastián, logró concretar su gran plan que era abrir un restó de calidad en Rosario bajo el nombre Donostia.

Pero a esa tradición española no llegó de forma casual. Andrés, que lleva apellido italiano, es cuarta generación de vascos por el lado de su madre y, además, parte de su historia tiene que ver con que se crio en los pasillos del Centro Vasco. “Fui desde muy chiquito, tendría unos tres años, allí bailaba en el conjunto, intenté también con pelota paleta, pero en eso no me fue tan bien”, recuerda de su infancia mientras agrega que, ya en la adolescencia, cuando los integrantes del Centro participaban de la fiesta de las colectividades el trabajo gastronómico empezó a entusiasmarle.

A los 24 años comenzó oficialmente su formación en el extranjero, tras haber hecho en Rosario la carrera de restaurateur en el instituto que supo funcionar sobre bulevard Oroño. Así, en el 2000 partió primero hacia Italia y tras seis meses allí viajó rumbo a San Sebastián porque esa cocina era la que él prefería estudiar. Investigó y buscó quién era el referente contemporáneo de la comida vasca, y así conoció la escuela de Luis Irizar, quien había sido maestro del mediático Karlos Arguiñano, ya tenía una estrella Michelín y era reconocido como uno de los iniciadores de la Nueva Cocina Vasca. Pero no era fácil entrar en esa escuela, puesto que el propio Irizar entrevistaba y elegía a sus alumnos. “Sólo ingresaban 20 personas”, recuerda Andrés de aquellas épocas y añade: “Creo que me eligió por mi entusiasmo”.

A partir de allí comenzó una nueva vida para Andrés. La carrera duró dos años en los cuáles él debía trabajar para poder pagar la formación. Por lo cual, por las mañanas hacía prácticas en los bares, por la tarde cursaba y por la noche trabajaba como camarero en el Club Real Náutico, que es muy conocido en la ciudad por su arquitectura racionalista ya que parece un auténtico barco amarrado en la costa. El esfuerzo valió la pena porque logró un notable alto en su calificación tras el cursado y las prácticas.

Durante su formación y también después, Andrés trabajó duro en las cocinas de restaurantes del norte ibérico entre los que recuerda al Bodegón Alejandro, Txomin, Morgan, Astelena, La Muralla, el Beti Jai, el hotel Arantzazu o el Patio de Ramuntxo y, particularmente, menciona a El Túbal de Tafalla, a minutos de Pamplona. ¿Porqué? “Yo me considero un cocinero de El Túbal, porque allí hice un intensivo de gastronomía, estuve dos años y nos orgullecía tener 1 estrella Michelin. Fue mi etapa de preparación más importante. Ví de cerca cómo dar de comer a sólo dos personas o a más de 350. Había días donde se hacía una boda en una planta, en otra un bautismo, y en otro lado una comunión más un aniversario de bodas de oro. Y todos con platos distintos”.

La noche en que las estrellas bajaron a comer

Otro de los momentos inolvidables para el dueño de Donostia será la noche en que estaba trabajando en las parrillas del Beti Jai, en pleno casco histórico de San Sebastián, y de repente ve entrar a cuatro cocineros estelares de España: Juan María Arzak, Pedro Subijana, Hilario Arbelaitz y Karlos Arguiñano. Tal fue el impacto de aquella noche, que incluso escribió un texto que se llama “Diez estrellas Michelin” porque entre los cuatro lograban llegar a ese número. “Tomaron un gin tonic con unos pintxos y luego pasaron al reservado. En un momento se acercó Arbelaitz a la parrilla y al saber que era argentino me dijo que seguramente manejaba bien los fuegos y me pidió que le ponga una langosta y un bogavante para cenar. Me acuerdo que yo quería ir a buscar la cámara de fotos a mi casa, porque eran épocas en que no había celular. Pero estaba a tres cuadras y me fue imposible ir”, relata.

Todo este camino lo lleva a buen puerto hoy. En la extensa charla con Negocios, Andrés nombrará decenas de platos, muchos de los cuales se pueden comer hoy en su restaurant Donostia, ubicado en un subsuelo sobre Sarmiento al 300, y que se llama así por la traducción en euskera de San Sebastián. Habló de gambas a la plancha, de langostas, besugos, bacalao, rodaballos, croquetas, chuletas de cordero y hasta hubo lugar para hablar de las auténticas angulas que conoció en España y que tenían un costo de casi 800 euros en aquel momento. Estas últimas no las puede traer a Rosario, pero algunos de los otros platos sí, haciendo adaptaciones excelentes de los sabores del norte ibérico. Y a la hora de elegir el mejor plato de su restaurant, piensa un poco y define: “El abadejo en salsa verde es un emblema de la cocina vasca. Un tanque”.

El orgullo de llevar la chaqueta blanca

Antes del cierre de la entrevista, Andrés recuerda algo curioso de su primera incursión por San Sebastián en 1999: “En aquella época, hace 25 años, no se veía a los cocineros fuera de las cocinas, sino que estaban escondidos. En Argentina eran conocidos el Gato Dumas, Calabrese o Mallmann, pero no mucho más. Cuando yo llegué allá me llamaba la atención que veía a los cocineros orgullosos de estar vestidos con sus chaquetas blancas en la puerta de los bares, orgullosos de lo que eran, iban a las escuelas a buscar a sus hijos de punta en blanco”, relata.

Algo de esa imagen replica él actualmente en Donostia. Porque se lo ve cada noche entrando y saliendo de la cocina con ese orgullo de saber que algo bueno a colocado en cada plato y con una mirada atenta a todo lo que ocurre en las 40 mesas que atiende junto a su mujer, Lara Cattoni. ¿El futuro? “En la cocina hasta que pueda”, concluye.



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