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Oteiza mira al Noroeste

03/12/2002

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por Anton Arbulu Ormaechea

En el Paseo Nuevo donostiarra, sobre el extremo más oriental de la bahía, se inaugura estos días una escultura de Jorge Oteiza. El monumento, además de importancia estética, tiene valor simbólico al tratarse de la primera gran obra del artista oriotarra que se instala en la capital guipuzcoana, coincidiendo justamente con su 94 cumpleaños (nació el 21 de octubre de 1908). De esta manera Donostia, ciudad para la que Oteiza desarrolló varios proyectos urbanos que nunca llegaron a materializarse (como la estatua de la plaza Constitución o el cementerio de Ametzagaña), rinde el debido reconocimiento a este intelectual de talla internacional, figura clave de la modernidad cultural vasca al que Rafael Moneo ha definido como «hombre universal y aventurero metafísico».

Quien se pare a observarla con mirada minuciosa y sensibilidad abierta descubrirá que la flamante estructura, en su ubicación privilegiada, se alza como mediadora entre la ciudad y el mar, entre las fuerzas elementales de la naturaleza y el espacio humano. Y al mismo tiempo, de un extremo a otro de la bahía, la figura oteiziana establece un singular diálogo geométrico con el Peine del Viento creando una suntuosa perspectiva en el más hermoso de nuestros paisajes. Sólo puede calificarse de acontecimiento el que las obras de los dos mayores genios del arte vasco del siglo XX, Eduardo Chillida y Jorge Oteiza, durante tanto tiempo alejados, al fin se unan en San Sebastián para articular un sublime juego de goznes allí donde la ciudad se deja batir por el furor del Cantábrico.

Por otra parte, al ocupar el emplazamiento de un antiguo oratorio que honraba a los marinos vascos muertos durante la Guerra Civil sólo en el bando ganador, la figura de Oteiza pretende restituir la memoria de todos, absolutamente todos los hombres y las mujeres que han hecho del mar fuente de vida.

«Una estatua es una máscara, una vida en el más allá, y al mismo tiempo, un rostro o unas cosas del más acá», afirma el artista. Vida y muerte, memoria y ausencia, naturaleza y artificio, se conjugan en los tres planos livianos de la magnífica composición que ya hoy tenemos el privilegio de admirar.

Lo que distingue al arte superfluo respecto de las obras de los verdaderos creadores es que éstas, apuntando a lo esencial, nos interrogan sobre la realidad y el lugar que cada uno ocupamos en ella. Explícitamente en Jorge Oteiza, quien en su larga y fructífera trayectoria se ha entregado a la labor estética con la vocación de «un telegrafista en el orden del espíritu, que construye un sistema de señales en el espacio, como una comunicación entre el hombre y Dios, entre la vida y la intimidad de la conciencia». Con ese aliento de trascendencia, sus creaciones conforman un ámbito de naturaleza sagrada.

Vacíos, desocupaciones, concavidades... en Oteiza todas las declinaciones de formas intentan visualizar la conciencia de que, por encima de las diferencias, hay siempre algo más poderoso que nos une y nos abraza, algo que nos ata a la vida a través de los demás. Agnóstico con la cabeza pero religioso con el corazón, para Oteiza todo ser humano es religioso, al margen de credos y de dogmas: por la forma de actuar, de abrazar amorosamente e identificarse con lo que nos rodea, todos somos religiosos. De ahí que le oigamos decir: «Mi centro está en los demás; son los demás».

La biografía casi centenaria de Oteiza es el testimonio de una vida volcada en los demás: llámese esposa, amigos, país, cultura, arte... Nada se ha guardado para sí; cuanto ha tenido lo ha entregado con una prodigalidad inaudita. Como sus catorce apóstoles de Arantzazu, también él se ha vaciado una y mil veces; hasta el total despojamiento; hasta el silencio.

Tengo para mí que en momentos tan difíciles como los que vivimos hay que volver la mirada hacia Oteiza. Una y otra vez. Para conocernos como individuos y como sociedad. A ello nos ayuda quien, preguntado por su biógrafo Miguel Pelay sobre por qué los vascos estamos en permanente disputa con nosotros mismos, responde: «Porque cada uno, en nuestra propia intimidad, no llegamos a entendernos». Y añade: «Creemos que nuestro abuelo tiene que ser carlista o que tiene que ser liberal. No comprendemos que ha de convivir en nosotros, en una integración superadora, nuestro abuelo carlista con nuestro abuelo liberal». Palabras cargadas de significado y de penetrante actualidad.

En Oteiza tenemos al último gran humanista de la vanguardia europea. Intelectual pluridimensional, renovador de los lenguajes artísticos, biólogo del espacio y patriarca de toda una estirpe de creadores que, en un arco de generaciones que va desde Chillida a los últimos noveles, han avanzado por la senda que él trazara elevando nuestro arte a las más altas cotas.

Hoy, a sus 94 años, a través de esa composición de hierro que se desflora, abre y retuerce hacia el infinito desde el rompiente litoral de Donostia, Oteiza mira al Noroeste. Tras la última línea de sombra: «Hoy reside Dios sensible poético visual en mi Noroeste más cerca de mí / su último refugio: el corazón del hombre.

En Oteiza tenemos al último gran humanista de la vanguardia europea.

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