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Un hombre uruguayo y vasco

10/09/2004

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Artículo de la escritora vascoamericana (nació en Argentina, creció en Uruguay, formó familia en Venezuela, reside en Navarra) Arantzazu Amezaga, dedicado a Carlos González Mendilharzu, in memoriam (en Deia)

(A Carlos González Mendilharzu. In memoriam)

Por Arantzazu Amezaga Iribarren

Es alargado el camino del pasado y como decía el poeta chileno Neruda 'corto es el amor y largo el olvido'. Pero no ha sido ese el caso de este hombre uruguayo al que conocí hace ya cincuenta años, y con el que hablé hace apenas unos días. Con el acento melodioso del sur americano, el hombre que conocí joven y era un anciano con voz vigorosa, me recordó los años en que él intimó no tan sólo con mi padre, del que se hizo amigo y para quien colaboró con unos preciosos dibujos en su edición de la Editorial EKIN, de traducción al euskara del Platero y Yo (Platero ta biok) de Juan Ramón Jiménez, nacido en Moguer en 1881 y muerto en el exilio de Puerto Rico en 1958, sino la hombría de los dirigentes vascos del exilio que siempre repostaban en Montevideo, camino de Buenos Aires: el lehendakari José Antonio Aguirre, Manuel de Irujo, Jesús de Leizaola, Xabier Landáburu.

--Eran hombres de bien --comentó, recordando el tiempo en que la palabra Euskadi parecía sepultada en el olvido, en que la dictadura militar de Franco alargaba su brazo nefasto sobre los pueblos de España. Y en que la embajada española en Montevideo servía para una descarada propaganda del régimen. Y Mendilharzu me recitó de memoria los versos del Martín Fierro, que hacía demasiado años que no escuchaba y que según él, ilustraban aquellos años de resistencia:

-... Vierten lágrimas sus ojos/ Pero su pena no alivia/ En esa constante lidia/ Sin un momento de calma/ Contempla con los del alma/ Felicidades que envidia...

--Ya no se llora, ahora ustedes deben hacer valer todo lo que se hizo para ser un país. Y la voz del hombre, segura y calma por el hilo telefónico, era del que sabe lo que dice y aconseja por última vez.

Me aseguró que antes del conflicto civil vasco del 36, él tenía un vago sentimiento vasco. Sus abuelos habían llegado al Plata ­nuestro Paraná Guazú, rectificó, que en lengua guaraní quiere decir río grande, como mar­ huyendo de la última guerra carlista. Quién sabe, musitó, si llegaron a conocer al bardo Iparraguirre cantando en alguna pulpería del interior de la pampa uruguaya, con su guitarra en las manos y su corazón en la boca. Quién lo sabe ya. Pero dejaron atrás el campo y llegaron a la ciudad donde los padres laboriosos mejoraron la fortuna. Y él se iba quedando sin raíces vascas aunque iba adquiriendo las uruguayas, porque somos hijos de dos patrias, recordó, hasta que de pronto, con el conocimiento de la tragedia del pueblo vasco, las recobró.

--Muchos perdieron la vida, otros la hacienda, pero todos la libertad, aunque yo recobré mi ser nacional. Hicimos todo lo que pudimos por Euskadi y, ahora, mi satisfacción es ver que no estábamos equivocados. Que valía la pena luchar contra el viento, pero que nuestro pueblo perdure entre los pueblos del mundo. Que viva, no que muera.

En esa contienda que fue el exilio, donde los hombres y las mujeres vascos por primera vez exhibieron sus sentimientos nacionales, su bandera y su himno, sus reclamaciones de independencia, este hombre joven entró en la dinámica del Euskal Herria de Montevideo. Le vi en todas las charlas culturales, en todos los actos festivos, en todos los días de Navidad cuando se repartían cestas con turrones a los vascos del Asilo, muchos de ellos, que no hablaban otro idioma que el euskara pese a vivir más de sesenta años en el Uruguay, y en él, tener que morir.

Cuando ilustró el 'Platero ta Biok', la traducción de Vicente Amezaga, lo hizo de un modo que ahora, al revisar el libro, contemplo su alma. Son dibujos precisos, a plumilla posiblemente, y el burrito de Jiménez... que es pequeño, peludo y suave, tan blando por fuera que se diría todo de algodón, pero al mismo tiempo seco y fuerte como una piedra, según palabras del poeta, desfila entre las páginas con sus grandes orejas puntiagudas. Al llegar al capítulo de la Navidad/ Eguberri, se detiene. Es la fecha emotiva y familiar por excelencia, donde el poeta canta a los espíritus rosados, amarillos, malvas y azules, describiendo el paisaje de su Moguer natal, Mendilharzu ganado por la emoción de su propio exilio interior, dibuja un pino de Navidad que lo acerca a nuestro país enclavado en la vieja Europa, pero al mismo tiempo, reúne a unos hombres de nítida apariencia vasca junto al fuego gaucho, el fogón calzado con caracruces, en la mitad de la pampa verde.

Es una estampa sencilla, delicada, con el escorzo de Platero y hasta el humo del fuego subiendo al alto cielo, pero es también su modo de interpretar, sensible como era, los íntimos sentimientos que en su alma se cobijaban, amalgamados por la nostalgia, y despiertos por la injusticia atroz de la guerra civil en Euskadi.

He estado con Platero, y con Juan Ramón Jiménez, y con Mendilharzu porque un hombre es también la obra que deja y el testimonio que ofrece, y me despido del hombre cuyas acciones en el árido tiempo de la resistencia vasca merecieron hace unos años una medalla del Lehendakari vasco, con las palabras de Juan Ramón:

Sí. Yo sé que, a la caída de la tarde, cuando, entre las oropéndolas y los azahares, llego, lento y pensativo, por el naranjal solitario, al pino que arrulla la muerte, tú, Platero, feliz en tu prado de rosas eternas, me verás detenerme entre los lirios amarillos que ha brotado tu descompuesto corazón.

(publicado el 10-09-2004 en el diario Deia)



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