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Oteiza renace en el Guggenheim. Marcè Ibarz escribe sobre la retrospectiva del oriotarra en Bilbao. El resultado de esta antológica rigurosa, que irá a Nueva York, será la consagración internacional de Oteiza (en La Vanguardia, de Barcelona)

10/10/2004

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Por Mercè Ibarz. Jorge Oteiza (1908-2003) es un artista clave de las vanguardias europeas, aunque su temprana decisión de no seguir una carrera, en 1963, le apartó del canon anglosajón. Corrían los 80 y los expertos internacionales que estaban revisando la escultura del siglo XX no lo conocían. Oteiza se había retirado de exposiciones, incluso de la escultura, tras ganar con su Laboratorio experimental el gran premio de la Bienal de Sao Paulo de 1957, con la que, por ejemplo, empezó la carrera de Tàpies, que también fue premiado. Oteiza dijo basta, que ya tenía suficiente y que a partir de entonces se dedicaría a dar clases y a profundizar en el renacimiento de la cultura vasca que la historia había ahogado y el franquismo, más aún.

Su carácter chamánico, visionario, su hablar atropellado, a menudo difícil de comprender, su genio tremendo con los políticos entonces en la clandestinidad y luego en el poder, su fuerte influencia en los jóvenes e incipientes etarras, sus peleas con Chillida, el otro escultor vasco que sí estaba llevando una carrera internacional, hicieron el resto. Oteiza fue decisivo en Euskadi y al tiempo un sempiterno golpe de fragua, un hombre a la contra de verbo afilado. Su longevidad hizo de su legado una herencia difícil. Se negó a casi todo: a dejar su obra a colecciones públicas, a exponer en el Guggenheim. Sus allegados consiguieron su permiso para reproducir sus obras a gran escala, aquí y allá, y convertirlas en esculturas públicas, que siempre había denostado.

Su relación con el Guggenheim fue turbulenta. El gobierno peneuvista, partido al que tanto aguijoneó el artista, no aceptó su proyecto en los 80, el Cubo. El encargo fue para el arquitecto norteamericano Frank Ghery, que nunca había oído hablar de Oteiza (hoy le admira). El escultor, toda una institución en el mundo cultural vasco, puso el grito en el cielo. Pero el resultado fue este museo que, en gran medida, escribe el antropólogo Joseba Zulaika en el catálogo de la exposición inaugurada este jueves (hasta el 9 de enero), hace comprender que Ghery es –como el escultor Richard Serra, otra de las grandes firmas del museo– un discípulo aventajado de Oteiza, lo supiera antes o no. Cuando el próximo año, tras su paso por el Reina Sofía, la exposición llegue al Guggenheim de Nueva York, Oteiza será por fin descubierto en EE.UU.

La retrospectiva es de gran belleza. Sus comisarios han conseguido evitar lo peor, la megalomanía de los grandes formatos, que ahogan la sutileza de Oteiza. Como a menudo sucede, un carácter huracanado y atrabiliario esconde y protege un hacer artístico delicado. Los años que Oteiza dedicó a la enseñanza no han sido en balde. Su mejor alumno, Txomin Badiola, su heredero en tantos aspectos, también su mejor crítico, ha doblegado las salas y corredores del Guggenheim hasta conseguir un montaje que nos lo acerca con emoción. Badiola ha comisariado junto a la experta internacional Margit Rowell, buena conocedora de las vanguardias, con las que Oteiza se relaciona en profundidad.

Doscientas obras

Su última retrospectiva fue hace quince años. Ésta reúne unas doscientas obras, muchas prestadas por los mecenas del arte contemporáneo vasco, la familia Huarte. Sólo una es de gran formato, el Retrato de un gudari armado llamado Odiseo", de 1975, de la que hay constancia que salió del taller de Oteiza, quien justo ese año lo cerró. No se ha seleccionado nada posterior. Casi todo es de los 50. Están las primeras obras, en cemento, que Oteiza –hijo de una familia de hoteleros de Orio que se arruinó– expuso en 1935 en Buenos Aires, cuando emigró para estudiar la escultura precolombina y encontrar aliento para el renacer de una cultura tan antigua como la vasca. Todo merece atención. Sus dibujos se exponen por vez primera. Un corredor, con luz natural, muestra las maquetas de la Piedad y de los apóstoles para el santuario de Aránzazu, arte sacro que reunió a los principales artistas vascos de los 50 y que Roma prohibió, hasta 1968. Los apóstoles de Oteiza –catorce, pues eran los que le cabían en el friso de la entrada, alegó– permanecieron hasta entonces tirados en la carretera.

(publicado el 10-10-2004 en La Vanguardia de Barcelona)


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