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Pioneros del arpón; vivido hoy como una fiesta, los vascos dominaron durante siglos la caza europea de la ballena

16/05/2006

Orio rememoró este domingo la captura de la última ballena frente a la costa vasca (foto Fraile-DV)
Orio rememoró este domingo la captura de la última ballena frente a la costa vasca (foto Fraile-DV)

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Orio rememoraba el pasado domingo la captura hace 105 años de la última ballena ante la costa vasca. Durante siglos, los arrantzales vascos ostentaron el monopolio en la caza de cetáceos, tanto en aguas del Cantábrico como posteriormente en Terranova. Eran auténticos especialistas en una de las pesquerías más peligrosas. Este reportaje de Javier Peñalba en Diario Vasco repasa la historia.
Eran las nueve de la mañana. Hacía casi dos horas que el sol había salido. Los habitantes de Orio llevaban ya tiempo inmersos en sus quehaceres cotidianos. Era 14 de mayo y corría el año 1901. En la zona alta del pueblo, en Goiko Kale, algunas personas observaban la barra de la ría. Vislumbraban una mancha oscura en el agua. Algo sorprendidos, los hombres mantuvieron la mirada fija. No tardaron en descubrir que aquella masa negruzca y alargada no era sino el lomo oscuro de una ballena.

Presurosos corrieron hasta el puerto y avisaron de la presencia del cetáceo. No había tiempo que perder, cinco traineras partieron hacia a la desembocadura. Patroneaban las embarcaciones Uranga, Atxaga, Manterola, Loidi y Olaizola. No tardaron en dar alcance al ejemplar. Era un animal poderoso. Nueve metros de largo y doce de perímetro en la zona ventral. Las traineras le rodearon y los arponeros, ayudados con dinamita, hicieron su trabajo.

La ballena constituyó todo un espectáculo

En el pueblo la noticia se extendió a la velocidad del rayo. Los oriotarras corrieron a ver la captura. El hecho constituyó un gran acontecimiento. En las horas posteriores, un gran jolgorio inundó la localidad. La pesca tuvo gran eco en los medios escritos de la época. La ballena fue remolcada hasta la rampa más próxima a la Cofradía. Allí permaneció al menos quince días. Vecinos de poblaciones cercanas se desplazaron a Orio sólo para admirar la enorme pieza. Incluso cobraban por verlo.

Fue la última ballena que se recuerda ha sido capturada frente a las costas del País Vasco. Aquel 14 de mayo de 1901, que el pasado domingo fue festejado con diversos actos en Orio, los habitantes del pequeño pueblo no hicieron otra cosa que revivir épocas pasadas, algunas florecientes desde el punto de vista económico, décadas en las que la captura de los cetáceos constituía el modo de subsistencia de los arrantzales.

Los vascos habían sido expertos en caza de ballenas

La caza de ballenas fue la pesquería de bajura más especializada y, probablemente, la más peligrosa que practicaban los habitantes del litoral vasco. Era una modalidad que la habían perfeccionado durante la Edad Media y que desarrollaban a la vista de sus puertos, tras horas de paciente observación desde las atalayas. Así lo asegura Michael Barkham Huxley (Ottawa 1959), una autoridad en la materia.

Historiador, doctor por la Universidad de Cambridge y asesor del Museo de los Balleneros Vascos en Red Bay, en Labrador (Canadá), Barkham afirma que «era una actividad estacional que se llevaba a cabo sobre todo durante el otoño e invierno, entre finales de septiembre y marzo, cuando ciertas especies de grandes cetáceos migraban a lo largo de las costas del suroeste de Francia y norte de España», explica. Se estima que, entonces, en cada puerto, desde Hondarribia hasta Plentzia, había alrededor de media docena de pequeñas embarcaciones balleneras, de unos ocho metros de eslora, tripuladas normalmente por seis o siete hombres que manejaban remos y velas. En cada puerto, entre 100 y 200 personas trabajaban en el mar.

La ballena, presa favorita

La ballena franca, o también conocida como la de los vascos (eubalaena glacialis), fue sin duda la presa favorita. Eran ejemplares que se desenvolvían con lentitud, se mostraban confiados, poco agresivos. Permitían a los barcos aproximarse a muy corta distancia y, sobre todo, producían, además de barbas y carne, grandes cantidades de grasa de la que se obtenía aceite para el alumbrado. Debido precisamente a la gran cantidad de grasa que su cuerpo acumulaba, flotaba una vez muerta.

Pero la pesca de la ballena no era en aquellos tiempos, en el siglo XVI, la única fuente de ingresos para los pescadores, ni siquiera la principal. Michael Barkham señala que el número de cetáceos que eran avistados desde la costa vasca era más bien reducido. Se estima que, por lo general, en los distintos puertos, se apresaban menos de cinco ballenas anualmente y, a menudo, ninguna. «Igual, un buen año capturaban entre todos los puertos cuarenta. Por tanto, no se podía vivir sólo de ellas. La economía de aquellos pescadores se sustentaba en las capturas de besugo, atún o sardina, que se comercializaban incluso hasta en Castilla La Mancha y La Nueva. Es cierto que la ballena era muy apreciada. La captura de un cetáceo equivalía al precio de dos o tres lanchas cargadas de besugo», señala Barkham.

Monopolio ballenero vasco

La revalorización de la pesca de la ballena como consecuencia de la cada vez mayor demanda de su grasa y carne trajo consigo la especialización del sector. Pequeños armadores vascos apostaron de manera decidida por esta pesquería. Fletaron barcos provistos de varias chalupas y se expandieron por diferentes puertos del Cantábrico, entre ellos Burela, Bares, Malpica...

«Todavía en el siglo XVI, los pescadores asturianos y gallegos no sabían cómo se pescaba la ballena y las autoridades de estas localidades alquilaban sus puertos a los vascos. Estos pagaban un canon y adquirían la exclusividad. Nadie que no fueran ellos podían pescar allí. Se estima que habría unos quince barcos, con unos treinta hombres cada uno, que se dedicaban a esta actividad. El método de caza era idéntico al que empleaba en su costa. Es decir, mediante la observación y la posterior salida en las chalupas a la caza de la ballena. Esta fue la única pesquería de ballenas que los vascos llevaron a cabo fuera de sus aguas antes del siglo XVI», señala el historiador.

Salto a Terranova

Aquellos fueron años de grandes navegantes. Las expediciones marítimas de portugueses, italianos, holandeses, españoles o ingleses en busca de nuevas rutas, de tierras a conquistar, eran relativamente frecuentes. Uno de los almirantes de la época, el veneciano Giovanni Caboto estaba a punto de descubrir el gran santuario del bacalo y las ballenas. Caboto partió en 1497 de Bristol en busca de una ruta hacia China por el Atlántico Norte. «En su lugar descubrió una tierra llena de pinos y unas aguas repletas de bacalaos. Había tantos que, según se cuenta, se podían coger con cestas. Este hallazgo iba a añadir una dimensión totalmente nueva a la actividad pesquera vasca. Esta tierra remota pronto sería conocida por marinos de todo el litoral Atlántico. Vascos y portugueses la llamaron la «costa de los bacalaos» o «Terra Nova».

Atraídos por las buenas ganancias de las capturas y venta de bacalao que tan bien se prestaba para la conservación, armadores y pescadores portugueses, normandos y bretones establecieron una modesta pesquería veraniega. Los vascos también se incorporaron. La primera referencia de la participación vasca data de 1517, a través de un mercader de San Juan de Luz. «No obstante, los arrantzales no tardaron en darse cuenta de la abundancia de cetáceos en aquellas aguas. A pesar de ello, en las primeras campañas, en el decenio de 1530, las expediciones eran mixtas, pescaban tanto bacalao como cetáceos. Los barcos que partían del País Vasco eran de unas 200 toneladas, con 30 ó 40 personas», señala Barkham.

En 1560-70, 400 ballenas por temporada

Pero los beneficios que la pesca de la ballena reportaban llevó a parte de la flota a abandonar la pesquería del bacalao y a centrarse exclusivamente en los cetáceos. En la época de mayor auge, en los años 1560 y 1570, se capturaban unas cuatrocientas ballenas cada temporada. Los grandes mercaderes de la costa se constituyeron como los principales armadores. Los barcos ya no eran de 200 toneladas, sino de 600 y 700, con tripulaciones de 140 hombres. Eran las naos más grandes de la época. En torno a 1.500 personas partían al inicio de cada campaña en estos barcos con destino a Terranova. Un gran número de estos balleneros eran guipuzcoanos.

Las travesías de ida tenían una duración de un mes y medio y en las de regreso, por aquello de los vientos favorables, se invertía un mes aproximadamente. Al principio, las expediciones duraban alrededor de seis meses, de ellos, tres se destinaban a la pesca. Sin embargo, conforme las poblaciones de cetáceos fueron mermando, los balleneros se vieron obligados a permanecer más tiempo para rentabilizar las campañas. En la década de 1580, el regreso solía coincidir con la formación de los grandes hielos en los puertos del Labrador.

Atrapados por el hielo

Barkham relata en su trabajo 'La industria pesquera en el País Vasco al principio de la Edad Moderna: ¿una edad de oro?' que esta situación dio lugar a una de las mayores tragedias que se recuerdan. «En 1576, seis o siete naos quedaron atrapadas en el hielo. Se habla que hubo entre 300 y 500 fallecidos. Eran la flor y nata de los balleneros. No estaban preparados para soportar temperaturas de veinte o treinta grados bajo cero. Algunas de las víctimas llegaron a redactar sus testamentos. Uno estos documentos, perteneciente al oriotarra Juan Martínez de Larrume, constituye el testamento original más antiguo de América del norte, exceptuando México».

El declive de la pesquería de la ballena, como no podía ser de otra manera, coincidió con la gran mortandad y con un conflicto bélico que enfrentó a España e Inglaterra. «A partir de 1585, la guerra afectó sobremanera a la economía marítima del País Vasco. El rey [español] requisó barcos y llamó a filas a sus hombres. Ya no había naves para ir a Terranova», señala Michael Barkham. Simultáneamente, holandeses e ingleses descubrieron al norte de Islandia nuevas poblaciones de ballenas. Interesados como estaban en esta pesquería, contrataron a arponeros vascos y en cuanto aprendieron la técnica, los despidieron y prohibieron el acceso a la flota vasca en aquellas aguas. «Ahí finalizó el monopolio que los vascos habían tenido sobre la captura de las ballenas desde el Medievo», afirma el historiador canadiense, miembro también del comité asesor del Museo Naval de Donostia.

(publicado el 14-05-2006 en El Diario Vasco)


LOS DERECHOS DEL PRIMER ARPONAZO

Javier Peñalba/Donostia. La proximidad de los puertos vascos entre sí originó no pocos conflictos entre municipios vecinos por la propiedad de una ballena arponeada. El historiador Michael Barkham reconoce que la captura de los cetáceos era una labor compleja. «Cuando los balleneros avistaban un ejemplar o eran avisados de su presencia por el atalayero, emprendían la persecución en sus embarcaciones. Dada la cercanía de unas localidades con otras, en ocasiones se concitaban chalupas de varios pueblos», precisa.

Según la costumbre, la persona o tripulación que arponeaba primero al mamífero tenía derecho al animal y, además, a escoger qué otras embarcaciones le podían ayudar en la matanza y, por lo tanto, recibirían parte de la captura. Un documento notarial acerca de las diferencias entre Mutriku y Ondarroa sobre la caza de ballenas establecía que nadie podía herir una mamífero que ya había sido arponeado sin el consentimiento del «primer heridor». Sólo se permitía hacerlo cuando la ballena había escapado al control de la chalupa que primero la había herido.

Todo se aprovechaba

Como consecuencia del número de embarcaciones balleneras en los puertos, la cercanía, el reducido número de cetáceos y el sistema de reparto, los pleitos entre las tripulaciones fueron frecuentes. Uno de los conflictos más relevantes tuvo lugar a finales de 1539 entre pescadores de los dos Pasajes y Donostia. «El asunto llegó asta la Corte de Apelación de Valladolid. Se trataba de dilucidar quiénes eran los titulares de una ballena que fue capturada en la bocana pasaitarra. «Tras ser avistada salieron tras ella los de San Pedro, San Juan (entonces se llamaba de otra forma) y los de Donostia. Al final catorce chalupas se habían aferrado a la ballena con arpones y cuerdas», señala Barkham.

Los cetáceos capturados eran remolcados a puerto, donde eran vendidos en subasta pública. La forma tradicional de repartir el valor del animal premiaba con «ventajas» a las tripulaciones que habían participado en la caza y, además, se daba una muy pequeña soldada a todos los que habían intervenido. Posteriormente, se procedía a descuartizar el animal. La carne era preservada en barricas de salmuera y la grasa, fundida en grandes calderas de cobre para la obtención del «valioso» aceite, productos que, junto con las barbas, eran comercializados por el comprador.

(publicado el 14-05-2006 en El Diario Vasco)


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