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Balleneros vascos, la leyenda de los mejores arponeros del mundo (en ABC)

09/01/2024

Viajaban en balleneros de madera hasta Labrador y Terranova, a 4000 kilómetros de su hogar, para cazar cetáceos. Lo hacían a bordo de ágiles y pequeñas chalupas, en aguas heladas y jugándose la vida. Así deslumbró el poderío de los balleneros vascos en el siglo XVI, cuando eran considerados los mejores del mundo.

Enlace: ABC

Fátima Uribarri. Los balleneros lo sabían. Cada viaje, cada batalla con el cetáceo bien podía ser la última. Comenzaba con el avistamiento: el hallazgo en medio del mar del gran chorro de agua expulsado por su espiráculo. Acercarse también era fácil, pero una vez a tiro todos sabían que en cada ola, en cada palada, acechaba la muerte.

El primer arponazo, directo al lomo del gran cetáceo, era el más peligroso. En cuanto atinaban, la ballena se revolvía y se zambullía furiosa y dolorida. Por eso la gruesa estacha (cuerda) a la que se enganchaba el segundo arpón iba unida a una boya de madera que permitía perseguir a la ballena sumergida.

De los seguros de los balleneros se encargaban en Burgos. Los archivos burgaleses han sido vitales para su estudio

Para los cinco remeros, timonel y arponero que formaban las tripulaciones 'de ataque' en las chalupas perder la concentración resultaba fatal. El 'monstruo' podía emerger en cualquier momento y lanzarlos por los aires con un aletazo.

Estaban unidos a la ballena: la estacha estaba atada a la proa de la embarcación. Se deslizaban –dicen los textos antiguos que «a velocidad de caballo»– remolcados por el animal furioso. Era una lucha sin cuartel: un puñado de hombres frente a un coloso debatiéndose por su vida; un animal tan imponente que –como escribieron Cristóbal López de Zandategui y Luis Cruzat en 1583– «con solo el aire de ella mueren los hombres».

Cuando la ballena sacaba de nuevo el cuerpo, desde la chalupa la asaeteaban con las lanzas sangraderas y, a base de puyazos, el animal se iba debilitando. El mar se enrojecía  alrededor y, tras un par de horas de lucha, el cetáceo moría. La presa era atada con gruesos cabos y remolcada hasta el barco ballenero (o hasta tierra cuando las ballenas navegaban frente a la costa vasca) a paladas con la propia chalupa.

Entonces, en el siglo XVI, los vascos eran los líderes indiscutibles de la caza de ballenas en el mundo. Su técnica era la más provechosa. Oteaban desde atalayas y, cuando el vigía las avistaba, salían en las ágiles chalupas tras ellas.

Era mercancía muy valiosa: su grasa se convertía en aceite –'saín' se llama– muy bueno para el alumbrado porque al arder no desprende humo ni mal olor. Por eso, los balleneros preferían cobrar en barricas de aceite. Las barbas eran uno de los pocos materiales flexibles de la época y se utilizaban como varillas de sombrillas, en los corsés o para las venencias. Los huesos servían como material de construcción y para fabricar muebles.

Su destreza era tal que controlaron el mercado mundial de aceite de ballena, una especie de petróleo de la época

La carne, sin embargo, no era tan valiosa en España. Se vendía a Francia o a los puertos del norte de Europa. En nuestro país no traía cuenta. Era difícil de transportar a lomos de mulas por caminos de tierra sin apenas nieve para conservarla.

Cuando los cetáceos empezaron a escasear en la costa vasca, los pescadores de Labort (sur de Francia), de Guipúzcoa y Vizcaya se acercaron a faenar a Asturias y Galicia. Después cruzaron el Atlántico tras ellas y tras el bacalao, muy abundantes en Canadá. Su manera de pescar los convirtió en los reyes del arponeo. Tanta fue su destreza que en el siglo XVI rozaron el monopolio mundial en el suministro de aceite de ballena, una especie de petróleo de la época; muy demandada también para hacer jabones e incluso medicinas.

Gracias a las investigaciones de la historiadora canadiense Selma Huxley Barkham (el Museo Marítimo de Bilbao, le dedica estos días una exposición), que recibió el Premio de la Sociedad Geográfica Española, sabemos mucho de los balleneros vascos del siglo XVI en Canadá. Según las estimaciones de Huxley, unos 5000 vascos cruzaban cada año los casi 4000 kilómetros de océano que separan Euskadi de Terranova para cazar ballenas y faenar el bacalao.

Avistaban las ballenas desde atalayas en la costa o patrullando desde las chalupas utilizando la vela. Cuando las localizaban, cinco remeros, un timonel y un arponero salían a por ellas

La penetración canadiense de los vascos fue tal que incluso dio lugar a un pidgin, una lengua simplificada entre comunidades que no se entienden, como un código común. En Canadá, el trato comercial entre los indígenas y los vascos dio lugar al pidgin vasco-algonquino, con el que se comunicaban con tribus como los micmacs y los innus, conocidos entonces como montagnais.

Fueron tiempos de apogeo, sobre todo entre 1560 y 1570. En solo esos años, según cálculos de Selma Huxley, se botaron unas 30 naves con hasta 2000 hombres procedentes de los puertos de Guipúzcoa y el sur de Francia. Los vascos viajaron en expediciones que duraban hasta nueve meses, durante los que podían matar hasta 400 ballenas y producir 20.000 barricas de aceite.

Comerciantes y financieros de Bilbao, Vitoria y Burdeos llevaban los números y los papeles. De los seguros se encargaban en Burgos. Los archivos burgaleses han sido uno de los hilos de los que tiró Selma Huxley para desentrañar el antiguo poderío ballenero vasco. Gracias a las averiguaciones de la historiadora canadiense, que ha vivido en Burgos, Bilbao y Oñate consultando legajos, documentos, pólizas de seguros o testamentos, se ha descubierto en Red Bay el pecio de la nao San Juan. Era una ballenera y pesquera no muy grande, de 200 toneladas (las había de hasta 700). Cuando se hundió, estaba lista para la travesía de vuelta con unas mil barricas de aceite de ballena en las bodegas. Su pecio se rescató y algunas piezas se conservan en el centro de interpretación Red Bay Basque Whaling Station.

Hundirse era una de las muchas penalidades posibles. Podían naufragar de camino a Canadá; podían caer golpeados durante la caza; o morir en un enfrentamiento con los belicosos innuits o en uno de los choques entre los vascos del sur de Francia y los del norte de España, que los hubo, pues eran súbditos de unos monarcas, los Valois y los Habsburgo, en guerra casi permanente.

Además, la vida en Labrador y Terranova era fría e incómoda. Los balleneros dormían en las naves que hacían de almacenes flotantes, poco confortables y malolientes. Se sumaba el peligro de que el hielo se presentara antes de que estuvieran preparados para volver a casa y los obligara a pasar allí un invierno extremo. «Especialmente trágica fue la invernada de 1576, que acabó con más de 300 balleneros», se cuenta en Balleneros vascos, de José María Unsain.

Nada era fácil. El troceado de la ballena franca se hacía con el animal amarrado al barco, en el agua. Se subían a su lomo varios hombres armados de instrumentos muy cortantes y calzados con unos armazones con pinchos de hierro para no resbalarse. No eran raros los accidentes. Tampoco era agradable el trabajo en los hornos para derretir la grasa, que al principio estaban en la costa y en el siglo XVII se instalaron en los propios barcos, lo cual añadía un nuevo peligro a la navegación.

Pero en el siglo XVII acabó la primacía ballenera de los vascos. Ingleses y holandeses aprendieron de ellos su técnica de caza y luego los adelantaron. Los nuevos balleneros pusieron rumbo a las aguas de Islandia, Noruega y Groenlandia. Entró el Ártico en escena. Apareció la pólvora para ayudar al arpón... Terminó una época de la caza de la ballena, la que dominaron los vascos.



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